“Si me dan el laburo, me voy caminando hasta Lújan”, o “Si apruebo el examen, ordeno mi cuarto”, o incluso “Si salimos campeones, me paro desnudo en el Obelisco” ¿Quién no ha nunca dicho o escuchado decir una frase parecida a esas, una promesa? Afirmaciones que indican que en caso de cumplirse aquello objeto de nuestras más desesperadas súplicas, seríamos capaces de hacer prácticamente cualquier cosa en retribución, para saldar la deuda que nos quedaría con el destino. Sin embargo, existen ciertas peculiaridades en las que vale la pena enfocarse, para así poder comprender la verdadera significancia que se esconde tras estas promesas con condiciones.
Hoy en día uno suele prometer hacer algún tipo de sacrificio -algo que para cada quien se tratará de cosas diferentes según sus personalidades- en el caso de que “la vida”- representada en algún agente externo al individuo y sobre el que el “prometedor” no tiene capacidad coercitiva ni influencia algunas- nos dé, divinamente, algo antes. Este algo puede ser muy abarcativo, pero generalmente se trata de algún hecho de gran importancia para el punto de vista de los que lo ruegan. E, irónicamente, con frecuencia la promesa y el pedido suelen conformar acciones de características distantes y disímiles, tal vez incluso sin relación en absoluto entre sí, como los ejemplos citados anteriormente. Esta clase de negociación con los dioses no se originó, empero, en la sociedad postindustrial, sino que existe desde hace miles de años; las antiguas civilizaciones ya la empleaban sistemáticamente.
Podríamos afirmar que en la prehistoria existían ritos en los que se ofrendaba a los dioses sangre, en pos de que durante la siguiente temporada de lluvias el clima favoreciera a los cultivos. Incluso hasta hace relativamente poco ciertas culturas continuaban con estas prácticas: los mayas, por ejemplo, llevaban a cabo sacrificios humanos para acallar la ira de los dioses. Por supuesto que aquellas civilizaciones creían ciegamente en estas instituciones, y el valor que se le ponía a esas promesas de sacrificios era por tanto bastante mayor a la que se le da en el presente. La comparación entre ambos tipos de sacrificios es, al caso, inevitable.
La principal diferencia que podemos notar entre ambas costumbres reside en el tiempo ¿Cuándo, en cada caso, se hace la ofrenda, y cuándo se recibe la recompensa? En la Antigüedad, uno, generalmente un sacerdote, hacía el sacrifico, y luego esperaba que haya sido suficiente para contentar a su dios; primero cumplía su parte de la promesa, y en segundo lugar era la divinidad la que juzgaría si esta era apropiada y merecedora de su intervención. En la sociedad moderna sucede lo contrario. Para visualizarlo mejor, podríamos decir que aquel que promete se queda sentado, cruzado de brazos, esperando que su Dios se digne a cumplir sus demandas, so promesa de hacer a posteriori alguna ridiculez que probablemente poco le afecte a la entidad divina (como si le interesara ver a algún desequilibrado pararse desnudo en un espacio público). Evidentemente, vivimos en una sociedad bastante más cómoda, sumado a la pérdida de valores por los que valga la pena hacer un sacrifico –son tiempos de malestar e indiferencia, diría la sociología reflexiva- , y a una cuota de esnobismo, gracias a la cual cualquiera puede prometer hacer lo que sea para aparentar darle importancia a algo y luego, a pesar de haberlo conseguido, no cumplir con su parte de la promesa. Porque, y seamos honestos, “¿qué nos va a pasar si no nos atenemos a aquello con lo que nos habíamos comprometido? Después de todo, era una promesa para con nosotros mismos”. Este tipo de reflexiones son producto de la decadencia de la religión como universo simbólico y el advenimiento de los tiempos de la ciencia como máximo legitimador social. La ciencia es fáctica, no necesita de sacrificios, no se ve alterada por acciones externas a los sistemas, y menos aún cuando estas acciones no están ni por asomo relacionadas con el pedido en sí. Un dios benevolente podría llegar a compensarte con una buena nota en algún examen solo con ordenar tu cuarto, pero si a la ciencia no le es demostrado en que afecta una cosa a la otra, entonces “no hay con qué darle”.
Llevémoslo a un trabajo de la vida cotidiana. Por ejemplo, un cocinero. Imagínense que un cocinero se diga: “Si al cliente le gusta la comida que le preparé, entonces la preparo”. Esto es un claro despropósito. No se puede cosechar si antes no se sembró. No se puede recibir el beneplácito de una intervención divina, si antes no se hizo un sacrificio acorde a ello. Es imposible hacer el esfuerzo antes de obtener los resultados; y si bien uno nunca puede estar seguro que no se está esforzando (o sacrificando) al divino botón, esa es la única forma de al menos proponerle al destino que sopese nuestras intenciones y nos diga si fueron suficientes o no. Afortunadamente, ningún dios traerá sobre nosotros el fin del mundo por no sacrificar una cabra semanalmente. Por lo menos no por ahora.
En conclusión, la única forma de obtener los resultados es hacer el sacrificio por adelantado, y si al dios del fútbol, del trabajo o de los estudios universitarios/terciarios le satisfizo, tal vez (sólo tal vez) haya una posibilidad de tener éxito. Por supuesto que en una sociedad en donde lo sobrenatural cada vez tiene menos valor -por lo que los dioses no deben de estar de muy buen humor a la hora de cumplir ruegos- yo no pondría todos los huevos en la misma canasta: posiblemente sea más efectivo hacer un esfuerzo que esté cuanto menos relacionado con el objetivo; después de todo, no puedo cosechar manzanas si había sembrado naranjas. Por lo menos, no por ahora.
Ἓν οἶδα ὅτι οὐδὲν οἶδα
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