5.12.10

Del amor a la Patria

En mi reciente viaje a la República Oriental del Uruguay se me hizo más evidente de lo usual esa particular sensación que pareciera transformar involuntariamente mi apacible personalidad. Generalmente tranquilo, de pronto me urgía la necesidad de sobrepasar a los locales con el auto. Puede parecer un ejemplo muy específico, pero me hizo volverme consiente de aquel sentimiento, ese que vuelve al más manso de los hombres en un ser altanero, soberbio y despreciable: el saberse superior, mejor, más inteligente, rápido y bello; el dulce orgullo de ser argentino.
Sin el objetivo de menospreciar al uruguayo, es menester aclarar que esta sensación no se hace presente únicamente del otro lado del charco. Los mismos venenosos pensamientos infectaron mi mente cada vez que puse pie tras la cordillera, la vez que fui a Mexico (y eso que era mucho más joven que ahora) e incluso en el viaje que hice con mis compañeros de colegio a Brasil. En cada una de esas situaciones, el Obermensch que me creía podía más y me dominaba, al menos intelectualmente. Y para que no queden dudas de que esto podría tratarse de una egolatría individual propia debo repasar las tantas veces que esa sensación no me invadió: mis vacaciones a la provincia de Córdoba; cuando abandoné mi ciudad natal para mudarme a Capital Federal; ni en esos veraneos en alguno de los tantos balnearios bonaerenses; ni siquiera en los drive-through por pequeños e humildes pueblos del interior. Los datos hablan por sí solos.
A lo largo de mi vida pude identificar cual es el máximo exponente de la “idea estadounidense”, ese factor en el que me animo a fundar los cimientos de su éxito pólitico-económico: el extremo nacionalismo que se apodera tanto del norteamericano promedio que llega a parecer que no son los hombres quienes lo expresan, sino que es aquel el que se expresa por medio de estos. Este sentimiento de pertenencia a un grupo muy selecto de individuos es el que ha logrado mantener unido y funcionando a una sociedad de origen tan disímil sobre un territorio tan extenso (incluso durante la Guerra Civil) y es el que ha logrado demostrar su superioridad frente al resto del mundo.
Siempre estuve convencido de que ese debe ser el procedimiento a seguir para fortalecer a un Estado. Unificar a pueblo bajo una conciencia de igualdad entre nosotros y superioridad frente al resto; de orgullo frente a nuestros logros y altanería ante los del resto; un país federal y nacionalista. Hasta este momento habría asegurado que en Argentina esto no era así; ahora me animaría a sugerir que el etnocentrismo argentino tiene un gran parecido al estadounidense con una fundamental diferencia: el nuestro se ha quedado a medio camino. El argentino promedio tiene la reacción adecuada según esta línea de pensamiento hacia los extranjeros ( viveza criolla, las frases como “Ves que ellos tampoco…” o “Eso en Argentina no pasa”) pero falla en su comportamiento con respecto a sí: considera a los suyos (cuando no a sí mismo) como corruptos, vagos, oligofrénicos. Difícil unificar al país con pensamientos tan tóxicos y violentos.
Sin embargo, es curioso como aquella sensación de superioridad se exacerba particularmente en los países de habla latina (ni siquiera España se salva, menos ahora) y suele difuminarse en aquellos en los que la barrera idiomática filtra el acceso a su cultura: no sólo en la Europa anglosajona, en donde las cosas “funcionan” y las leyes “se cumplen”, sino incluso hasta países como la India o China pueden provocar en el hombre argentino una alabanza hacia la eficiencia de lo diferente. Parafraseando a Diego Capussoto: “hay una cosa en la que todo argentino se quiere convertir algún día: un estadounidense”.


Ἓν οἶδα ὅτι οὐδὲν οἶδα