Arthur Morley era un hombre normal. Normal, para una cultura capitalista contemporánea occidental; pero en pos de la simplificación, me referiré a él como normal. Tenía, además de una vida normal, una familia -esposa e hijos- y un trabajo lo suficientemente interesante como para sentirse realizado.
Un día, casi por casualidad, una de esas de la vida, se cruzó con un chamán vudú, tuvo un altercado con él, y este, en represalia, tomó al propio señor Morley como objeto de un maleficio. Como buen hombre normal, Arthur desestimó todo aquel palabrerío balbuceado por el moreno.
Esa noche, todavía sonriendo por el curioso encuentro, decidió comentárselo a su mujer. Al terminar el relato rió a carcajadas, pero Caroline Morley lo miró con seriedad. Ella no se tomaba esas cosas a la ligera; después de todo, habían sido muy significativas para alguna cultura del pasado. No le dijo nada en ese momento, pero a la mañana siguiente decidiría llevarse a sus dos hijos con su madre. Los tres se quedarían con la señora John Sanders hasta que Arthur solucionara aquella cuestión.
Agobiado tanto como sorprendido, el señor Morley sacó el tema a conversación con sus compañeros de trabajo. Pero todos ellos se reservaron sus comentarios, con rostros desde duditativos hasta atemorizados. Eventualmente su jefe le sugirió que, si bien él no creía en aquello, se tomara unos días para encontrar algún contramaleficio, porque en esas condiciones asustaba a los demás trabajadores y disminuía la productividad general.
En un pueblo chico como aquel, la curiosidad no tardó en transmitirse. Pronto le negaron la entrada al mercado, porque cuando se trata de comida la gente se toma las cosas muy en serio: no querían que llevase consigo la putrefacción a los alimentos; más valía prevenir que lamentar, decían. No mucho después lo relevaron de su cargo como administrador de las reuniones barriales, ya que la comunidad no confiaba plenamente en su posible desempeño. Dadas las circunstancias, cuestionaban su dedicación. En la calle, notaba él, lo trataban como a un muerto; o peor aún, como a un muerto vivo, induciéndolo a que completase su destino ineluctable.
Brutalmente separado de todos sus lazos sociales, el señor Morley fue perdiendo su identidad. Nunca terminó por perder la cordura, empero, frente al terror que sentía, y sin embargo tampoco estaba completamente mentalmente sano cuando empezó a pensar que estaba condenado.
Finalmente, ya no Arthur Morley sino sencillamente el Hechizado, comprobó que la integridad física no resiste la disolución de la personalidad social.
Ἓν οἶδα ὅτι οὐδὲν οἶδα
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